Publicado en: Bacana (octubre 2014)
Cuando cae la tarde y la cálida brisa del trópico envuelve los lánguidos cantos de los jornaleros, reina una serena paz en el ingenio. En el patio trasero de la casona, la esclava desgrana mecánicamente las vainas. La nostalgia la invade. Quizás el olor de las legumbres o la melancólica música, hacen que su mente eche a volar. Recuerda otras lejanas tierras, cuando era libre y alimentaba con esas mismas semillas a sus hijos. “Wandu” les llamaban en la ancestral lengua kikongo; ella –como el resto de mujeres de su tribu- los cocinaba con aceite de palma, abundantes víveres y algún que otro trozo de carne.
Esos guandules -como la malagueta, el plátano la yautía o el ñame- también viajaron en un barco negrero para teñir de sabor, color y olor la cocina dominicana. Quizás intuían sus beneficiosas propiedades y en un saquito, escondido, bajo las ropas de algún negro bozal, traspasaron el océano para extenderse por las tierras de nuevo mundo.
Porque en esta leguminosa todo son bondades: a su gran contenido proteínico se suma el bajo índice en grasas saturadas, colesterol y sodio; ricas en ácido fólico, hidratos de carbono y fibras. Hasta con sus hojas se hace una infusión para aliviar la gripe.
Aunque el periplo del guandul se inició seguramente mucho antes. Conocido como toor dal en la India, es ingrediente esencial de la cocina del sureste asiático. Sobre una base de arroz, y especiado con los aromáticos masalas, entró en la culinaria indú hace más de 3.000 años. De ahí pasó al África tropical para cruzar el Atlántico y conquistar Panamá, Cuba, Puerto Rico, Venezula, Colombia, Guatemala, Ecuador o México.
En Dominicana el guandul se vistió de fiesta y abrazó el Islam. Bajo el sugerente nombre de “moro” es ingrediente indispensable en la mesa navideña y en sus versiones verde (más aromático) o morado (de carne más harinosa), tiñe con singular aroma mantecoso el arroz, del que es compañero inseparable. Deliciosos son guisados, en la zona costera los hacen con coco y los días de lluvia se convierten un contundente chambre.
Poco se imaginó esa esclava que los guandules que desgranaba con indolencia llegarían a convertirse en estandarte de la identidad gustativa criolla, y como el chenchén, el mofongo o el concón en la huella africana de la realidad culinaria de este país.