Publicado en: En Sociedad (27 de Junio 2020)
Terrazas espaciadas, aforos limitados. Control estricto de temperatura de los clientes. Desinfección de vajillas, muebles, cartas o croquetas. Muchísimas menos mesas, alejadas como matrimonio tras un sangriento divorcio.
Entornos de laboratorio, quizá hasta con mamparas de terrario. Cocineros y camareros con mascarillas, guantes y gorros, impolutos cual cirujano, lavándose las manos cada 15 minutos. Papel en lugar de paños, cloro en lugar de detergente y todos los alimentos cocinados hasta los 70 grados para aniquilar el bicho a golpes de pasteurización.
Bolígrafos de uso personal e intransferible. Menús cantados a viva voz con la ayuda de tablets. Puertas de restaurantes siempre abiertas (para evitar que las toquemos) y acceso regulado con disciplina marcial. Servilletas y manteles convertidos en decadentes adornos de otros tiempos.
El gran mandamiento: evitar el contacto físico entre personas, superficies y objetos. Porque, después de su boca, el segundo peligro son sus manos. Parece ser que esas gotitas microbianas que expulsamos al hablar son el asunto a erradicar. Ese mismo elemento que disuelve y nos permite disfrutar los alimentos, será ahora nuestro mayor enemigo. El riesgo anida en nuestra boca, como en la película de terror más asfixiante.
Ante semejante panorama, armase de actitud es la clave y lo que, al final, determinará nuestro humor como comensales. Porque en la nueva a-normalidad nos esperan suculentos manjares y platos especiales. Chefs de enorme talento que se dejan la piel en cada servicio, en cada plato. Camareros, hostess o wallets parking que se desviven para que disfrutemos, esculpiendo a base de calidez una huella memorable.
En esta a-normalidad será responsabilidad nuestra agradecerle a todo ese staff su titánico esfuerzo. Con una enorme sonrisa, una generosa propina o un brindis por esa gastronomía que la maldita pandemia no nos podrá arrebatar.